sábado, 31 de marzo de 2018

Próximo a llegar


“Tren expreso procedente de Irún, con destino Madrid-Norte-Príncipe Pío, próximo a llegar, estacionará en vía 2. Efectúa parada en todas las estaciones de su recorrido.”

La estación de Venta de Baños era inmensa. La luz del ocaso no me permitía observarla en toda su extensión, pero le confería un romántico aspecto y le hacía merecedora de calmada contemplación. Vagones de mercancías semiabandonados, y máquinas que parecían haber tenido vidas independientes, reposaban en silenciosa siesta sobre las vías, eternizándose en una instantánea memorable, para disfrute y placer de quien la presenciara. Vagabundos oxidados todos ellos, condenados a colgar eternamente de opresivas catenarias, tan sólo tenidos en cuenta por grupos de niños que, traviesos, lograban dotarles de vida y sentido, participándolos en sus bulliciosos juegos.

El coloso gusano de hierro entró en la vía 2. Su recia máquina lucía una careta de rayas amarillas sobre fondo verde claro, lo que acrecentaba su ya de por sí aterradora presencia. Tras ella, dos vagones-correo de diminutos y alargados tragaluces hacían alusión a la prioridad de su encomienda, indicando a los viajeros situados en el andén que el trayecto sería largo y fatigoso, e invitándoles a guardar sueño para gastarlo en el compartimento elegido por cada cual, y así acortar, en lo posible, el pesado recorrido que les esperaba.

Fluían. De las puertas de los coches fluía gente adormilada, fluían maletas, cochecitos de bebé y abrigos, date prisa, date prisa, en el desesperado temor de, quizá, quedarse en el tren si no apresuraban, e intentaban bajar por estrechos y fastidiosos escalones sin que nadie saliera herido en la gesta.

Tan largo era el monstruo, que los dos últimos vagones quedaron fuera del andén, y pude ver cómo un caballero ataviado de traje de hechura, gabardina y attaché de piel, intentaba caminar sobre la grava, resignado a su suerte, remangándose el pantalón, hasta terminar, trepando por un insalvable escalón que le situaría, por fin, sobre la estación. Me hizo gracia que se estirara la ropa y ajustara la corbata, aparentando que  nada le hubiera sucedido.

Mi maleta parecía negarse a subir, y fui a escoger una puerta donde nadie podía ayudarme. Una vez dentro y sudando a chorros por culpa del lastre, me dispuse a recorrer el tren en busca de un compartimento vacío, mas no hallando ninguno en tres vagones, opté finalmente por acceder al más cercano. Dentro de él había espacio para tres pasajeros más. Dormían plácidamente dos mozos con uniforme militar, un hombre orondo con sombrero de unos setenta años, y una mujer con un bebé preso entre mantas de lana, acomodado en un capazo junto a su pierna.

Ni mi torpeza para moverme con el tren ya en marcha, ni el ruido del arrastre de mi equipaje los despertó, cosa que agradecí sobremanera, pues nada me habría generado más pesar que interrumpir el sueño de un bebé y su madre, de un jubilado, y de dos agotados chavales que cumplían con su servicio militar y aspiraban a merecido reposo.

Como no podía ser de otro modo, no pude cargar la maleta para subirla al portaequipaje, como tampoco pude introducirla bajo el asiento, por lo que decidí emplearla como improvisado taburete bajo mis pies, y me senté dispuesta a alcanzar a Morfeo, como ya habrían hecho mis compañeros de viaje seguramente horas antes.

El Pisuerga me regaló  un sereno anochecer. De frondosa ribera y cristalino cauce, en las pocas ocasiones que tuve de acercarme a él, hasta el tábano era, pese a sus picotazos, bien hallado. No se parecía, siendo igual de bello, a mi añorado Turia, en cuyo margen la albahaca casi alcanzaba el tamaño del laurel, la mandarina el de las naranjas, y donde las libélulas no eran tan hostiles como los tábanos. Sentada sobre cantos rodados que me proporcionaban la comodidad de un cojín, pasé plácidas tardes  cuando libraba alguna vez entre semana, evocando mi Paterna y su olor a azahar, a mis padres, y a los amigos que, cada sábado, esperaban mi vuelta con júbilo, como si en vez de verme cada siete días, lo hicieran, tal cual reza el dicho, de Pascuas a Ramos.

Uno de los soldados se desveló, pero no pareció reparar en mi presencia. Quedó durante unos minutos sentado en la postura en la que antes durmiera, con la única diferencia de tener ahora los ojos abiertos y mirando por la ventana. Aproveché su aletargamiento para romper el hielo.

-Acabamos de pasar Venta de Baños.
Sonrió. Deduje que le quedaría poco camino, y erré.
-Gracias. ¿Ha subido allí?. Nosotros venimos de Miranda. Volvemos a Madrid, a casa.
-Yo voy a Valencia. En Madrid me espera otro tren.

El bebé emitió un gemidito lastimero, y su madre sufrió el sobresalto de su vida, acudiendo rauda a socorrerlo. Tampoco pareció verme. Elegí, de nuevo, ser yo quien le hablara.

-Ha dormido muy bien el chiquitín, aunque apenas llevo diez minutos en el tren.
-Suele pasar las noches tranquilo, -dijo sin mirarme, mientras le arropaba lo ya inarropable porque era imposible abrigarlo más sin peligro de asfixiarlo, y comenzó a agitarle el chupete dentro de la boquita, de manera que jamás entendí cómo la criatura pudo volver a sumirse en el sueño.

Decidió la mujer echarme un vistazo, por fin.
-¿Es usted enfermera?
- Buena observación- Pensé.
Más o menos. ¿Cómo lo ha sabido?
La mujer sonrió mostrando un mellado diente, y unos hoyuelos la mar de simpáticos afloraron a sus mejillas.
-Por las medias.

Me miré. En efecto, no me había quitado las medias blancas y opacas que mi uniforme de trabajo incluían.
-Soy matrona.
Me pesó la confesión. No caí en el peligro que conllevaría compartir travesía con una recién parida. Como temí, se pasó todo el viaje haciéndome preguntas y relatándome  los episodios más sanguinolentos de su alumbramiento, hasta el punto que, aun sin sueño, hubo momentos que fingí  quedarme dormida, y solo así pude permitirme  descansar un poco del castigo.
El otro soldado abrió los ojos aproximadamente a las dos horas de trayecto. Y entonces se hizo la luz en medio de la noche cerrada; el resplandor de su iris verde esmeralda fue el causante. Para más asombro, el chico me sonrió, desperezándose sin pudor alguno sobre su asiento, justo frente a mí.

-¿Quiere usted que le suba la maleta al portaequipajes?, fue su saludo.
-Si no le importa, se lo agradecería. Llega un momento que es incómodo tenerla bajo los pies todo el rato.
Contagiada de su sonrisa encantadora, sentí rubor en mis mejillas; no sabía disimular. Quizá, tampoco quise hacerlo.
Se levantó y se giró para darle un empujón al un par de petates, que se desplazaron como si no pesaran más que un peine, cediendo sitio a mi bolsón.
Vitoreé mentalmente aquél cuerpo de nalga rotunda y espalda interminable, no te gires ahora, por favor, déjame mirarte un poco más.
No pareció haberme leído el pensamiento, pues se dio la vuelta de nuevo y procedió a subir la maleta, que en sus manos pareció perder la mitad de su peso.
Su compañero leía cómics, mientras tanto, y no dejaría de hacerlo en todo el trayecto. Me miró de soslayo un instante, y debió darse cuenta de mi manera casi concupiscente de observar a su amigo, porque reprimió una sonrisa y tosió con disimulo, continuando de seguido con su abstraída actividad.

El hombre del sombrero despertaba por momentos, cambiaba de postura y se dormía de nuevo, roncando a veces sin recato, ajeno a todo, indiferente, preocupado solamente de que no se le cayera el sombrero, que debía ser harto importante para él, y se lo ajustaba instintivamente a cada rato.

La madre del bebé no paraba de hablar; de hecho hablaba sola desde el primer momento, a sabiendas de que yo  no tenía más remedio que escucharla, a menos que tomara la tentadora decisión de pedirle de nuevo al chaval que me bajara la maleta para huir. Le contestaba con monosílabos por pura cortesía, bastante tenía yo ya con mi trabajo, para seguir soportando partos, cólicos de recién nacido y suturas sépticas también durante mi trayecto a casa.

El chico de los ojos esmeralda se dio cuenta de mi hartazgo y me miró de modo cómplice, sonriendo siempre, regalo de dioses, en comprensiva actitud que agradecí respondiendo de igual modo. Por momentos se dormía de nuevo, por momentos  despertaba, y el compartimento volvía a resplandecer a la luz de sus ojos.

Seis vidas, un viaje. Una noche de compartida impaciencia por llegar, a donde fuera, copartícipes del tedio, del sueño, del hambre sólo calmada por algunos sandwiches que de vez en cuando iban emergiendo de sendas bolsas.

Y el gusano de hierro avanzaba, deteniéndose en cada pueblo para volver a avanzar, poderoso y robusto, brindándonos, con su traqueteo, el vaivén de la mejor de las cunas.



viernes, 30 de marzo de 2018

Spaghetti con pescado


Nos preparó hace años este plato una pariente lejana, venida de Alemania. Por aquél entonces yo era adolescente y tenía muchas ganas de aprender en la cocina. Me “ofrecí voluntaria” de ayudante y lo hice con ella. Nos gustó tanto la sencillez de su elaboración y su saborcito, que lo incluimos desde entonces en los menús habituales de casa.


Ingredientes:
250 gramos de gambas crudas, peladas. (Sirven descongeladas).
Dos filetes de pescado, sin piel, (también podemos optar por un paquete de gulas de 200 gramos, o uno de salmón ahumado y lo cortamos en tiras).
Un pimiento italiano, cortado en juliana
Una bolsa de espinacas frescas, o en su defecto, en conserva o congeladas (más o menos la capacidad de un plato sopero).
3 dientes de ajo, pelados y cortados en láminas
Tres guindillas de cayena
Un paquete de spaghetti de 250 gramos, aunque con tallarín (tagliatelle) o cintas (nidos- fetuccine) también queda estupendo el plato. (Yo, últimamente, utilizo pasta integral).
Perejil fresco
aceite de oliva y sal
una hoja de laurel

Elaboración:
Hervimos la pasta en  agua abundante con sal y la hoja de laurel, escurrimos, pero reservamos un vaso del agua de la cocción.
En una cazuela y con una cucharada de aceite, hacemos un sofrito con el pimiento, los ajos laminados, las gambas y el pescado desmigado. Añadimos las guindillas también, las sofreímos durante un minuto, las retiramos y las tiramos.



Agregamos el agua de cocción que hemos reservado, las espinacas hervidas, probamos y corregimos de sal, mezclamos con la pasta y el perejil picado, y a comer.





Nuevo amor


Nuevo amor, y nuevas ilusiones
que iluminan las tinieblas de mis días;
nuevas risas, nuevas emociones,
nueva alegría.

Nuevas dudas, nuevas confidencias,
nuevos cantos a la vida, que requiero;
nuevas noches, nuevas experiencias,
nuevos recuerdos.

Nuevos besos, nuevas sensaciones
que devuelven el sentido a los sentidos
nuevos miedos, caricias y pasiones
Sed bienvenidos.

La última mirada


Es durante este período de Semana Santa, cuando las estadísticas de abandono de mascotas se disparan. Un animal no es un juguete. Cuando se convive con él, se crean lazos de afecto que ellos saben corresponder si están bien cuidados. Escribí hace tiempo este pequeño relato en homenaje a todas mis mascotas. El momento del sacrificio compasivo  de un animal sufriente es muy duro, pero el duelo compensa todos los años de cariño compartido.


Si entendieras por qué te duele, te dejaríamos elegir.
Si pudieras optar por finalizar tu vida cuando quisieras, nos posibilitarías calmarte ese dolor y mimarte hasta tu último suspiro, y permitiríamos que  pudieras vivir tu último trecho disfrutando de nuestra compañía.

Nos quieres. Lo veo en tu mirada que me habla de impotencia, que nos pide ayuda, que nos exige una explicación a tu padecimiento, que nos implora clemencia, y que nos acusa de tener nosotros, y no tú, la última palabra. Tus pupilas fijas me hacen preguntarme si tendrás consciencia de muerte, si sabrás lo que va a suceder hoy, si nos estarás agradeciendo o maldiciendo. Creo que por primera vez no sé entenderte. Y me duele en el alma, porque tampoco sé explicarte.

No somos Dios, y no es fácil, créeme, tomar la decisión que debería tomar quien supuestamente te creó. Pero pienso que Él se ha olvidado de ti  permitiendo tu angustia.
Y no podemos verte sufrir. No podemos presenciar cómo te esfuerzas en ponerte en pie inútilmente, cómo gimes cuando te tocamos, cómo nos llamas cuando nos alejamos y te ves incapaz de seguirnos.
¿Es un acto egoísta? ¿Es nuestro sufrimiento, o el tuyo, el que queremos suprimir? La culpa y la tristeza nos pueden.

Perdóname. Deja, por favor, pese a que vayamos a firmar tu sentencia final, que te demos las gracias por habernos dado tanto durante todos estos años. Ya eres anciano. Has vivido mucho e intensamente. Ojalá pudieras comprender que llegar a viejo siendo dichoso, como lo has sido tú, es una gran alegría. Dios se equivocó otorgando al perro tan pocos años de existencia; tú merecías vivir más que muchas personas que sólo han vivido para hacer daño.

Te queremos mucho. Te hemos querido mucho, nos has enseñado mucho, nos has consolado mucho, nos has abrigado mucho; nos has comprendido, desde tu perruno entendimiento, mucho. Mucho. Muchísimo.
Compréndenos una vez más. Sólo esta vez: la última. Dame la patita, como yo te enseñé. Apoya tu belfo en mi regazo, quiero sentir por última vez tu calorcito y tu aliento tibio.

En unas horas, tu padecimiento habrá terminado, y yo me quedaré sosteniendo tu mirada en mi mente, tu última mirada, esa que reserváis para el último instante y que tanto hiere. No sé si en el Más Allá, si es que existe, nos juzgarán por esto. Aceptaría gustosa cualquier condena, te prometo que lo único que quiero es que acabe tu penar, y darte de nuevo la dignidad que este canalla y acinésico mal te está robando ahora.

El caso, ¿sabes? es que lo hemos tenido que hacer más veces, y nunca nos acostumbramos.
Descansa en paz.  Has sido un buen perro, y una gran persona.


jueves, 29 de marzo de 2018

Torrijas al horno


¡¡Hola, family!!
Os dejo unas torrijas y la receta, para que os animéis a hacerlas en esta Semana Santa.



Para éstas (han salido trece) he usado:
Una barra de pan sentado (del día anterior), aunque también se puede utilizar pan de torrijas.
Tres huevos
La cáscara de una naranja
La cáscara de un limón
Una rama de canela
Azúcar y canela para espolvorear.
Cuatro cucharadas soperas de azúcar moreno
Dos litros de leche entera
Ni que decir tiene que podéis usar leche desnatada, si queréis, aunque la cremosidad de la nata se nota en el paladar.

He infusionado primero la leche con las cáscaras de fruta y la rama de canela.  La he puesto a fuego lento y la he retirado antes de que empezara a hervir, para que no se pegara la leche al fondo y para que atrapara mejor los aromas. Ya fuera del fuego, he disuelto en ella el azúcar moreno.  La he dejado enfriar tapada toda la noche.

Por la mañana, he encendido el grill del horno y le he puesto una hoja de papel de hornear a una de las bandejas.

He ido empapando el pan cortado en rebanadas, dejándolo sumergido unos cinco minutos. Después he batido los huevos y, tomando cada rebanada con sumo cuidado, las he pasado por el huevo y las he ido colocando sobre la bandeja de horno. Cuando el grill ya estaba bien caliente, he metido la bandeja en la parte alta del horno. Estando muy pendiente de que no pasaran de grill he ido empapando más pan en la leche aromatizada. He sacado la bandeja del horno cuando he visto que empezaban a dorarse, y con una paleta les he dado la vuelta. He espolvoreado con azúcar y canela por encima, y las he metido de nuevo bajo el grill. Tardan más o menos cinco minutos, y el azúcar se carameliza un poquito bajo el grill.

Posteriormente, he calentado en una cazuelita dos cucharadas soperas de miel con dos cucharadas de agua, hasta que se ha hecho un almíbar clarito, y he derramado unas gotitas sobre las torrijas, para que tuvieran brillo.



viernes, 23 de marzo de 2018

No has de pisarme


No has de pisarme con tus botas macabras,
no has de enredarme con tus trajes de lino,
no has de adulterar mi mente engañadiza,
ni me embaucarás con tus dulces palabras,
ni me enseñarás a trazar mi camino,
ni me matarás de ninguna paliza.



He de renacer y partir de la nada,
he de forjar en tu usencia mi sino,
he de asegurarme, sin pausa ni prisa,
y pienso olvidarte, como agua pasada,
y quiero trazarme un halagüeño destino,
y recuperar mi perdida sonrisa.


Me gusta


Me gusta cuando gozas

llegando a tu clímax,

la bestia que retoza

se vuelve vulnerable.

Tu cuerpo de loza

se quiebra en la cima.

Me ruegas, me imploras

con pasión loable.



Me gusta cuando duermes

tumbado en mi pecho,

después de que hicieras

de mi tu princesa.

Tus besos me envuelven

de amor y embeleso

Tus brazos me ciernen

en dulzura inmensa.



Me gusta ese silencio

que precede al alba;

tus ojos abiertos

buscando mi rostro.

Brillantes, atentos

esperando en calma

que un pequeño gesto

nos devuelva al gozo.

domingo, 4 de marzo de 2018

En ausencia de ti


Llovía moderadamente durante el trayecto a la playa, pero no busqué refugio. 
Era una forma inconsciente (o no), de rebelarme al recuerdo de aquellas carreras que, empapados, echábamos a lo largo de la avenida bajo los aguaceros de Noviembre, rompiendo charcos hasta cobijarnos en algún sombrío portal que nos permitiera reír en intimidad y comernos a besos, temblorosos por la humedad, temblorosos por la pasión, temblorosos por el instante.

Ya no había avenida, ni charcos, ni cornisa. La arena compacta se dejaba aplastar y cedía bajo mis pies un día más, paso a paso, en silenciosa conmiseración hacia mi persona, solidarizándose con mi tristeza. Las gaviotas me miraban molestas. No les gustaba mi intromisión persistente, aunque jamás pretendí interrumpir con mis visitas su pesquera labor.

Me senté, como cada mañana desde hacía dos años, y dejé que las olas punteras subieran por mis piernas, acariciándome, como dándome consuelo. No me encogí, no sentía frío. Por helada que estuviera el agua, mi alma más lo estaba en ausencia de tu calor. Mi frío no era el frío del mar. Mi frío era un frío estremecedor, un frío de quirófano, metálico, con olor a muerte. Y mi frío no variaba con el paso de los años y las estaciones. Cuanto más tiempo vivía sin tu regreso, se tornaba más lacerante y atroz, matándome de resignación y acatamiento ante la realidad de mi vacío.

Quería acabar; quería morir; apenas me quedaba aliento. Mas la idea de que algún día el sol pudiera alzarse trazando la silueta de tu barco, me espoleaba, me forzaba y conminaba a continuar respirando. Y Dios sabía, segura estoy, que no abandonaría mi empeño hasta que no volviera a correr junto a ti por la avenida, bajo la lluvia de Noviembre, para reír y devorarte de nuevo en aquél sombrío portal.


No puedo

No puedo ver la vida sino a través de tus ojos,
no puedo sonreír, si ya no sonríes conmigo,
no puedo abrirme al mundo, si me cierras mil cerrojos,
no puedo avanzar nada, si no tomo tu testigo.

No puedo alcanzar dicha, si no es amando contigo,
no puedo despertarme sin el alba entre tus brazos,
no puedo alimentarme; tu sonrisa era mi trigo,
no puedo erradicar tus recuerdos a brochazos.

No puedo encontrar musas sin escuchar tus canciones,
no puedo crear poesía sino evocando tus versos,
no puedo, sin tu cuerpo, sentir gozos ni pasiones,
no puedo amar la noche sin arroparme en tus besos.

No puedo ilusionarme, si eso a ti no te ilusiona
no puedo intentar verte, si ni siquiera me extrañas,
no puedo emocionarme, si eso a ti no te emociona
no puedo reemprender, si tú ya no me acompañas.