domingo, 25 de febrero de 2018

Me quiere


Recúbranse los campos de frambuesa
conviértase la brea en ambrosía
transforme el Sol la oscuridad en día
y tíñanse los ríos de turquesa.

Permútense nubes por algodones
truenen susurros, cánticos y risas
relampagueen besos y sonrisas
y de perfumes, lluevan aluviones.

Reparta el viento amor por donde vaya,
tornados de delirio vocifere
deslumbren las arenas de la playa

y en olas, la alegría prolifere
rompiendo sobre rocas de papaya
celebrando, conmigo, que me quiere.


sábado, 24 de febrero de 2018

Bizcocho de jengibre




4 huevos medianos o 3 grandes
Infusión dulce (té de rosas, frutas, frambuesas, etc)
2 cucharaditas de jengibre molido. Si es fresco, una cucharadita de jengibre rallado.
El zumo colado de un limón.
Una cucharada sopera de miel.
150 gramos de azúcar (puede ser integral, si tenéis preferencia).
200 gramos de harina (también se puede usar integral).
100 gramos de mantequilla, o 120 de aceite de oliva suave.
Un sobre de levadura química
Azúcar glass para espolvorear
Una pizca de sal

Lo primero que haremos será la infusión. Yo en esta ocasión he utilizado escaramujo (té de rosas silvestres), pero sirve igualmente cualquier infusión aromática de frutas, e incluso poleo-menta. Añadiremos el jengibre y la miel, removeremos para que se mezcle bien, y la dejaremos enfriar a temperatura ambiente.
Del mismo modo, derretiremos la mantequilla en una taza al baño María, o en el microondas a baja potencia. También la dejaremos templar al aire.

Cuando ya esté todo tibio, comenzaremos a elaborar el bizcocho. Se puede utilizar una simple batidora.

Y lo primero que batiremos, será la infusión colada con los huevos. (Media taza de infusión)
Después, con la mantequilla y el limón.
Más tarde, con el azúcar.
En seco, tamizaremos harina y levadura.
Lo añadiremos a la mezcla con la pizca de sal.

Engrasaremos un molde y volcaremos la masa. 
Hornearemos hasta que suba, y con un palillo comprobaremos que al hundirlo no sale manchado.

Con un colador, espolvorearemos por encima azúcar glass.



Buen provecho; el bizcocho tiene un sabor aromático, dulce, especiado y peculiar. Os va a sorprender.

martes, 20 de febrero de 2018

Quimeras


Un amor levantado entre falacias
erigido sobre cuentos inventados,
fabricado con patrañas camufladas,
y cubierto de ladrillos desconchados. 
 
Pilares de pasión enmascarada
donde apoyas nuestra historia de mentira
mientras piensas que mi mente enamorada
se pierde en espejismo y fantasía. 
 
No me tomes por estulta y cretina,
no pretendas que me trague tu aventura,
no simules que soy parte de tu vida,
si detrás de nuestros muros de dulzura 
 
construyes un submundo de pasiones;
pues podrías encontrarte con que un día
voy creando yo mis propias construcciones
de firme base y densa celosía 
 
que te impidan entrar, ni con clemencia,
donde yo sea feliz, sin esperarte,
donde al fin pueda vivir, sin tu presencia
sin sentirme sola, ni necesitarte.
 
 

La historia terminable

Si no fuera por las ganas que tenía de conocer a Damián, no me habría levantado de la cama. El día pintaba gris, qué malaje, sabiendo que llevaba yo más de un mes esperando nuestro  encuentro.

Entusiasmada, había tirado la casa por la ventana semanas antes, adquiriendo un modelito interior de encaje a precio de  traje de novia, para una jornada de amor que prometía ser inolvidable, y, seré honesta, ¡vaya que lo fue! Una no podía presentarse a  un evento de tal clase con su atuendo  habitual de sostén de cuello alto y refajo opresor. No procedía.

Cuando me vi ante el espejo de la tienda con aquellos milagrosos y canallas aros elevando lo inelevable, me sentí la mujer más sensual del mundo, pese a que tuve casi que pelearme con la vendedora para que me suministrara tres tallas más de sujetador que de braguita, ya que mi anatomía había decidido, años atrás, optar por una asimetría propia de un globo aerostático. Entiendo que no le hizo gracia que le desbaratara dos conjuntos. Mis lolas habían acampado a sus anchas sobre mis costillas después del segundo embarazo, sin entender que lo coherente era volver atrás y quedarse en un tamaño, cuanto menos, razonable. Imaginé que a Damián, como buen hombre de campo, le gustarían las mujeres pechugonas, como las vacas berrendas que tan rica leche decía que le producían y de las que tan bien me hablaba, de manera que opté por dejar los complejos en casa y adquirir aquél intento abultado de  Victoria’s Secret que tan bien me sentaba. Quería arrasar.

Conocí a mi pretendiente por internet, en un chat colectivo que en principio se organizó  para hablar sobre colecciones, y que terminó siendo una reunión de porteras cotorras y futboleros aficionados, me incluyo.  Aun así, todos  teníamos ganas de hacer amistades, triste vida, y de ese grupo brotó más de una pareja que hoy se podría  denominar sólida. Eso me animó a lanzarme cuando mi galanteador me comentó que le atraía. Cierto es que, en no pocas ocasiones, nos quedábamos solos de madrugada en el chat, su conversación me resultaba harto agradable y se me pasaban volando las horas hablando con él de todo y de nada. En un principio, que yo fuera una taquígrafa prejubilada y él un ganadero solitario, se revelaba como un serio inconveniente, pero Damián le aportaba una chispa a mi vida que ningún otro hombre de mi entorno conseguía acertar, y pensé que, salvo el problema de la distancia, y ni eso, todo tendría  importancia baladí si el amor vencía.

Llegado el momento de intercambiar fotografías, me sorprendió que Dami tenía el atractivo rústico de Robert Redford, sí, sí, se le daba un aire. Me envió un par de imágenes escaneadas, una con pelo negro y denso, de quince años de solera, pero con una inteligente sonrisa que le hacía socarronamente atractivo, y una foto carnet reciente, canoso ya, en la que perdía la sonrisa, mas no la inteligencia, ni la socarronería. Quedará ñoño admitirlo, pero me dio tiempo a enamorarme de aquellas estampas como una adolescente se enamora de un cantante de moda. Me lo imaginaba susurrando a las vacas como Redford a los caballos, con extremeño acento. Honestamente, el extremeño de Damián me parecía más romántico que el inglés de Redford. Además, tenía al teléfono una voz profunda y masculina, lo que alimentó mis fantasías hasta límites que a mí misma me asombraron.

Tuve no pocas ocasiones de poder  conocerlo en persona, si hubiera ido a su cacereño pueblo en la Sierra del Losar, pues yo ya no trabajaba. Él, por su parte, podía también haber venido a verme a Madrid; siendo su propio jefe, nadie se lo impediría. Pero pospusimos la idea,  llevados, convencida estoy, por la prudente intención de conocer nuestras almas antes que nuestros cuerpos. En eso coincidíamos ambos, con  la certeza de que igual estábamos hechos el uno para el otro. Nos confesamos  clásicos para el tema de los sentimientos, y aquello me tranquilizaba. Damián no era un buscón.

Tenía dos años menos que yo, que a estas edades ya ni se nota. Era viudo, y desde que perdiera a su amada esposa hacía dos años, no había vuelto a intimar con otra mujer, debido también a que su negocio ganadero le ocupaba casi todo el tiempo, y cuando terminaba la jornada, lo que menos le apetecía era marchar a la ciudad en busca de ligues. El tiempo se le iba resbalando de las manos, como a mí, desde que se me fuera mi Pepe.

 
En el chat, nadie disimulaba si se sentía atraído por alguien, no teníamos edad ni ganas de ocultar nada, y Herminia, (que coleccionaba huchas de cerdito), se convirtió - ya que era testigo diario de nuestro virtual romance-, en mi mayor confidente. A ella le participé mis nervios cuando, por fin, mi enamorado se decidió a venir. Le conté a mi amiga que iba a por todas, una pasaba ya de protocolos y recatos, y le había pedido a Damián que se dejara de reservar hoteles y se viniera a casa. En el peor de los desenlaces, mi vivienda contaba con habitaciones vacías y podría ubicarlo en una de ellas.

A quien no le pareció tan maravilloso -y eso sí me preocupaba – fue a mi hija Lourdes. Temía que le estuviera abriendo la puerta, ya no solamente de mi vida, sino de mi hogar, a un psicópata, sin yo saberlo. Lejos de crisparme, agradecí su intranquilidad. Era buena hija. Aun así, me deseó suerte y se alegró de verme ilusionada. Le conté también que me había comprado un conjunto sexy, cosa que le hizo mucha gracia.

Le consulté poco más tarde a mi amiga si tendría posibilidad de realizar alguna dieta rápida que permitiera a mis fofas y flacas piernas adquirir un poco de carnosidad antes de la cita. Herminia era aficionada, con cierto éxito en su propia persona, a todo tipo de martirios, tratamientos adelgazantes y hierbajos milagrosos. También los coleccionaba. Me recomendó que comiera frutos secos todos los días y que no renunciara a la leche entera, aquella que yo había olvidado ya  coger de las estanterías del súper hacía años. Así hice durante dos semanas; me atiborré de castañas, avellanas y anacardos, leche de la que deja blanco el vaso y quesos grasos, pero no logré sino subir dos tallas más de sujetador. El sostén que tan estupendo lucía en el probador de la tienda, había encogido escandalosamente, y mis lorzas luchaban por escapar de las costuras. Fragüé en mi mente la idea de llenar el dormitorio de velas, para que esa mágica noche no se me viera mucho. Herminia, volcada en mi causa, se quedaba sola dándome aliento: “No te apures, mujer, con lo que debe  ganar ese hombre, te pagará una reducción de tetas, seguro”.


Llegó el anhelado día y, como comento al principio de este tocho, amenazaba tormenta. Pese a ello, me enfundé en mi mejor traje chaqueta años setenta (el único que me valía) y lo conjunté con un abrigo de lana color caca de mono que apestaba a naftalina, pero con el que me veía guapa. Rescaté también del altillo un gorro de pelo que me hacía parecer un soldado ruso travestido… elegante. Un paraguas me sacaría  del apuro de mojarlo, caso de empezar a llover.

Damián me había advertido que llevaría puesta una chaqueta de pana marrón. Entre la multitud de la estación, nadie vestía, seguro, una chaqueta como aquella. Podíamos, él y yo, haber presidido una convención sobre historia antigua de la vestimenta. De todos modos, me gustó descubrir que era más alto y delgado de lo que yo pensaba.

Fue reconocerme, y acelerar. Esperé la formal cordialidad de dos besos en la mejilla; todo lo más, de un romántico y frágil ósculo, como los de las películas de cine mudo. Para mi sorpresa, mi galán desenfundó  del bolsillo de la chaqueta una mano cuyo tamaño envidiaría el Yeti, y la plantó sobre mi culo con la sutileza de un gorila. Antes de que tuviera tiempo de recordarle los cuernos de su padre, abrió las fauces y me engulló la cara entera. Toda mi boca se llenó de hombre, y mi romántica escena cayó al piso desplomada. Logré separarme antes de morir asfixiada, y le empujé con ambas manos, a fin de recobrar oxígeno y poder también mirarlo de cerca. Era incapaz de pronunciar palabra. Recé a todos los mártires del santoral esperando que no nos hubiera visto nadie. Pero los domingos libraban también los santos. En toda mi década de menopausia me llevé un sofoco como el de aquél momento. Para colmo de males, el rostro de Damián no se me parecía ni de lejos al que tenía en mi memoria. Hubiera jurado que durante el viaje le había crecido la mandíbula de modo alarmante, y que los finos labios que en sus fotos yo viera antes, habían sido rellenados con algún sobrante de bótox de Angelina Jolines. La cara acromegálica que de Cáceres me traía, se me asemejaba más a la de Shrek que a la de Robert Redford, lo juro. Por suerte, no había perdido su galantería.

 
- Qué ganas tenía de verte ya, amor mío. En persona eres mucho más bonita.

 
Me abrazó y me besó de nuevo, si se le podía llamar beso a aquél banquete. Sin saber cómo actuar, esperé resignada a que terminara con el arrebato. Algo debió notar cuando, mirándome a los ojos, decidió frenarse y me ofreció una bolsa de plástico que llevaba atada al asa de la maleta. Era buen momento para intentar tranquilizarlo:

 
- ¿Qué es?- sonreí.

- Es para ti.
 

Me asomé dentro  y, curiosa, abrí un poco el paquete de papel de aluminio que había en su interior. Un olor nauseabundo a sangre y vísceras inundó la estación, la calle, el barrio y la ciudad entera. Cerré inmediatamente, sin llegar a averiguar lo que había, esperando que no cundiera el pánico entre la multitud. Ya habíamos llamado bastante la atención.
 
-Pero… ¿Qué has traído, hombre de Dios?

- Es un conejo, de casa. Para que te hagas un arrocito. 

Flores, juro que esperaba flores, o bombones, o ambas cosas; pero un conejo, francamente, no. De todas maneras, quise agradecer el detalle.

-Y ¿lo has matado tú?

-Claro, mujer. Ya te he dicho que es de casa.- me agarró la barbilla con suavidad- Pero, tranquila, que no ha sufrido nada. Ya sé cuánto te importan a ti los animalillos. Además, te lo he destripado, para que no tengas que pasar el trago.

El trago ya lo estaba pasando desde hacía rato. Echándole valor, abrí otra vez la bolsa y destapé un poco más el envoltorio, para verlo. El conejo venía entero y abierto en canal, pero sin desollar. Jesús Bendito. Lo rocé con los dedos, con precaución, no resultara al final ser una rata; ya no descartaba nada. El pelo estaba suave al tacto, pero el bicho tenía menos carnes que mis piernas, que ya es decir; era todo piel y huesos. No estaba yo muy convencida de que hubiera fallecido de golpe; por su estado físico y su olor, bien pudiera haber  muerto de gastroenteritis.

- ¿Me lo llevas tú? Tengo el coche en el estacionamiento.

- ¡Claro! ¡Faltaría más!

Hizo un nudo a la bolsa (menos mal) y me ofreció su robusto brazo para que me agarrara. Durante los metros que recorrimos hasta el parking, me miró repetidas veces con amor, en silencio. He de confesar que, pese a que su sonrisa necesitaba  unos brackets con urgencia, hallé en aquél rostro una ternura que no terminaba de disgustarme.

Ya abierto el maletero, busqué un hueco  para albergar la bolsa, recóndito, no fuera que el olor del conejo invadiera el coche.

Había encargado mesa en un restaurante algo costoso; un día es un día. Le dije que invitaría yo, ya que él se había molestado en emprender el viaje. Aunque me costó que aceptara, finalmente llegamos a ese acuerdo.
El camarero nos miró con cara de pocos amigos, no sé si por la hora que era ya, más de merienda que de almuerzo, o porque esperaba verme acompañada de un yuppie con gabardina. Saludando de escueto modo, nos entregó sendas cartas para que escogiéramos menú. Damián se entretuvo tanto rato leyendo, que opté por adelantarme antes de que al esmoquinado hombre se le inflaran las narices y acabara  por traernos emplatadas las sobras de anteriores comensales.

 - Yo quiero una crema suave de brócoli al parmentier, y un medallón alegre de ciervo braseado con espuma de frambuesa. (Toma ya finura).

- …

- ¿Damián?

- ¿No tienen un cocido madrileño, o algo así? Es por probar algo de la tierra.

El camarero se quedó parado, incrédulo.

- ¿No encuentra usted nada en la carta que le agrade?

- Verá, hace frío y vengo de viaje. Me apetecería  algún puchero calentito.

- Disculpe, entonces. Permítame consultar en cocina.

Nos quitó las cartas con bastante mala leche, y a mitad de camino se giró de nuevo.

- ¿Quieren beber algo, mientras tanto?

- Sí, - contestó raudo mi acompañante, sin dejarme abrir la boca. Me cogió la mano. Vino con gaseosa, ¿eh, cariño?

- Lo que tú digas,- acepté, por la salud emocional del camarero.

Durante la espera, hablamos de los compañeros de chat y nos preguntamos qué estarían pensando, sabiendo que por fin estábamos juntos. Deseé por lo más sagrado que mi leal Herminia no pudiera leerme el pensamiento.

- Podemos ofrecerle una fabada, señor. Pero tardaremos un poco;  es  prestada del mesón de al lado. Lamentamos no tener incluida ese tipo de cocina en nuestro menú.

- …

- A menos que prefieran ustedes irse al mesón de al lado, claro -remató con retintín vengativo, mientras abría la botella de vino, sin mirarnos siquiera. No me fijé en la etiqueta, igual la venganza incluía servirnos la botella más cara.- Si considera marcharse, lo entenderemos. Nada más lejos que forzar a un cliente a consumir a disgusto.

No habíamos empezado a comer, y ya se me había atragantado hasta el restaurante. Callada, dejé que Damián decidiera.

- ¡Una fabada! ¡Estupendo, me encanta! No se preocupe, esperaremos a que la traiga. Igual en el mesón de al lado ya están cerrando el comedor.

Un primer vistazo a mi crema de brócoli, comparándola con la fabada de mi pretendiente, me hizo arrepentirme de no haber pedido yo lo mismo que él. En un cuenco donde no cabría más que un café cortado, flotaba un objeto anaranjado sobre algo que se asemejaba a la bilis de la niña de El Exorcista. Moví aquella cosa con la punta de la cuchara, deseando que no estuviera viva. Resultó ser una pinza de centollo. A saber qué habría sido del animal, si a mi mesa llegó solamente una pinza. La saqué con delicadeza y la deposité sobre el platillo que había debajo. No hallé tenaza alguna para marisco sobre el mantel; estaba claro que el centollo había sido descuartizado solamente para adornar. Ni siquiera se le dio la digna oportunidad de pertenecer a una cadena alimenticia.

La fabada de Damián, aún hirviendo, olía a gloria. Me moría de envidia mientras él se relamía de gusto, cucharada va, cucharada viene, sin quemarse. Debía tener la lengua de madera.  El tamaño del plato era colosal; dado el volumen de las raciones habituales de aquél lugar, sin duda se la habían servido en una ensaladera. Esperé a que se comiera  la mitad. Tardaba lo suyo, pues no dejaba de hablar. Reía, carraspeaba, masticaba, tragaba, bebía;  todo ello mientras me permitía contemplar parte de su digestión. Y luego dicen que los hombres no pueden hacer dos cosas a la vez. La espaciosidad de su boca se acercaba a la del túnel de Guadarrama. Solamente se detuvo para tener otro alarde de cortesía:

  Pero… ¿No comes, mi vida? ¿No te gusta la cremita?

- Sí… pero…

 

Alargó la mano y alcanzó la pata de centollo, sin complejos.

 

- ¡Te dejas lo mejor!

Ni corto, ni perezoso, la puso bajo la servilleta,  y le atizó tal codazo que, de no estar la pata ahí, habría partido la mesa en dos.

El rostro del camarero lo decía todo. Apoyado sobre la barra, suplicaba porque le llegara la hora de marcharse. Estuve por contarle que los santos libraban en domingo, pero no quise darle más disgustos.

Saqué valor de donde pude y me tomé la crema de dos cucharadas. De súbito, mi boca sufrió una inesperada deflagración. No recuerdo si me levanté de la silla voluntariamente, o salí eyectada.

- ¡Cariño! ¡Qué te pasa!

El camarero acudió en mi ayuda.

- ¡Señora! ¿Se encuentra bien?

- Aaaaahhhh…

- Discúlpeme, se lo ruego. Olvidé decirle que la crema de brócoli lleva un poco de tabasco.

Toda la compasión que había sentido anteriormente por aquél hombre, se esfumó. Si la crema suave era eso, miedo me daba pensar en qué consistiría la alegría del ciervo que venía después. Reprimiéndome, le pedí, por favor, que me trajera el segundo plato. Damián, con ojos de “como te pille fuera, terminas como el conejo”, le instó a retirarse, y siguió comiendo fabada, no se le fuera a enfriar.

 
El plato llegó. Lo que ignoro es si el ciervo no se habría ido de rositas, porque yo no veía nada que pareciera carne. Junto a lo que sí era, indudablemente, espuma, había unas hebras parduzcas. Me atreví a pinchar un poco y llevarme el tenedor a la boca. Sí, tenía sabor a caza, pero volví a sospechar que bien pudieran ser las sobras de otro, porque de medallón, aquello, no tenía ni la forma. Tanteé la rosada espuma con el cuchillo, por estrenarlo. Se desvaneció. Vamos, que la espuma se desinfló como un globo. Damián me miraba con cara de pena. El camarero se metió en la cocina, temiendo  que me diera un brote psicótico acabara persiguiéndolo cuchillo en mano. En mi plato, con suavidad, aterrizó una cucharada de judías junto a un trocito de chorizo. 

- Come, cielo mío. Está muy buena. Anda, come.

Me lo habría comido a él, en ese instante. Se me olvidó toda su rudeza. Ante mí, por primera vez en esas accidentadas horas, pude reconocer al hombre que, desde la distancia, me hacía sentir tantas veces como una reina. Sin pensar más, no solamente me comí las judías; le eché caradura, total, qué más daba ya, el espectáculo estaba servido de antemano, y me traje unas porciones más con el tenedor. Él me sonrió y me sirvió, sin complejos, tres cucharadas más. Entre risas, nos comimos juntos aquella fabada deliciosa. Oré de nuevo, esperando que hubiera algún santo de guardia, para que mi tracto digestivo no me traicionara esa tarde con una acumulación de gas imprevista.  El camarero, viendo que habíamos recuperado la calma, se acercó para ofrecernos un postre.

El plátano frito al helado de Pedro Ximénez sí era digno de valer lo que pagué por ambos menús. Damián pidió café solo, sin azúcar. Arguyó que no le gustaban los postres dulces y que había venido durante todo el viaje comiendo fruta. El camarero nos despidió en la puerta, con bastantes ganas. Tuvo, sin embargo, unas palabras de cortesía para mí; nobleza obliga.

- Un placer, señora. Esperamos que vuelva a contar con nosotros.

- Gracias, estaba todo buenísimo.

- ... y  que venga acompañada por alguien con mejor paladar y mejores modales.

Dios mío. Solamente nos faltaba aquello. Agarré a Damián de la camisa, para que la tensión no fuera a mayores, en vano. Sujetándolo de la pajarita con sus manos de Yeti, le dedicó el eructo de su vida a centímetro y medio de su nariz. Quise morirme. En aquél  apestoso regüeldo iban englobados los efluvios de la fabada con su chorizo, y me temo que los del desayuno y la cena de la víspera. El perfumado empleado, una vez recuperó el control de su pajarita y de su vida, se mantuvo erguido, mirando al suelo con engreimiento y soberbia. Tiré de mi agraviado  compañero con empeño, a fin de abandonar de una vez el restaurante.
 
Tras ayudarme a ponerme de nuevo el abrigo y el peludo gorro, Damián me propuso un paseo por el Parque del Retiro. Me pareció bien; estaba muy cerca de allí, y necesitábamos una dosis de romanticismo que borrara de nuestras mentes lo antes acontecido. A fin de cuentas, y acabara como acabara el encuentro, a cada instante me encontraba más a gusto en su compañía, aunque no consiguiera ser del todo el hombre que me había imaginado. Dejamos mi abrigo y su chaqueta en el coche. La climatología, finalmente, fue generosa con nosotros, permitiendo que el astro rey se asomara tímidamente para regalarnos algo de calorcito, aunque negras nubes se obcecaran en impedírselo. Tímido pero decidido, mi invitado me agarró de la mano como haría un mozalbete, y admito que me ruboricé. Mis mejillas terminaron de estallar de bochorno cuando me propinó después un par de palmetadas juguetonas en las nalgas. No sé qué tendría yo ese día, que atraía las miradas cuando más quería evitarlas, y un anciano que se encontraba sentado en un banco aprovechando el sol que a ratos salía, soltó una estridente carcajada.

En una tregua, hablamos. Mi compañero se atrevió a abordar la cuestión  emocional. Me reconoció tener ganas, ya desde tiempo atrás, de poder decirme  que su vida había cambiado  desde que dio conmigo en el chat. No solamente por compartir la afición de la filatelia, que ya era bonito, sino porque yo había introducido, según él, un poco de alegría en su existencia, existencia que se limitaba a trabajar, dormir y comer, desde que se quedara solo. Siempre he pensado que solamente un viudo puede comprender a otro, y su franqueza me agradaba de verdad. Me sentía tan a gusto como cuando chateábamos por las noches, a veces hasta la madrugada.

 
Paseamos durante un buen trecho, de camino al estanque, ora en silencio, ora charlando o riéndonos con sus ocurrencias, que no eran pocas, ni delicadas. Siempre me he preguntado por qué a las mujeres nos gustan los hombres que nos hacen reír, aunque a veces pequen de bestias. Damián era experto en ello, pero también disfrutaba de su parodia, se reía consigo y de sí; tenía algo de monologuista, algo de cómico, y algo de mimo. No me habría sorprendido que el show del conejo y  el de la fabada formaran parte de un guión humorístico escrito a propósito para mi deleite, pese a la vergüenza que me hizo pasar. Gustaba de hacer imitaciones que duraban segundos, pero eran hilarantes y divertidas. Emulaba a políticos, a  presentadores, a deportistas, actores y artistas, y lo hacía en mitad del parque, sabiéndose contemplado. De vez en cuando me miraba de modo entrañable, para asegurarse de que disfrutaba con todo ello. Por momentos, deseaba que lo dejara, yo no estoy acostumbrada a que la gente me mire, pero en mi íntimo contento no quería. Yo también, como él, necesitaba reír después de mucho tiempo. Reír a carcajadas, sin recato, sin miramientos ni pudor.


Me arrastró con suavidad hasta un sembrado de césped. Pensé en la estrechura de mi falda. Todo fuera que saliera la costura por los aires. Pero  a mí también me apetecía. Sentándome con cuidado, evitaría el accidente. Como no podía ser de otra manera, se tiró en plancha  boca arriba sobre la hierba y me derribó sobre él. La costura posterior de mi falda no pudo con tanta efusividad y reventó por todas sus puntadas, dejando a la vista los encajes de mi  braga nueva, quién iba a decirlo, y  en su sensual  traslucidez, mis escurridas protuberancias nalgares. Quise averiguar, mientras mi caníbal adonis me devoraba otra vez, quién habría sido el afortunado, en esta ocasión, de presenciar mi ridículo, porque seguro que me había visto alguien. No era ningún anciano, ni ningún camarero: Fue  una pandilla de púberes, chicos y chicas, los que, planeando subir mi culo a las redes sociales en cuanto tuvieran un minuto, disparaban los flashes de sus móviles sobre mi trasero. Peleé como una fiera por soltarme de mi pulpo. Pero Damián, entregado en cuerpo y alma al cometido de hacerme pasar el día más agobiante de mi vida, confundió mi angustia  con un imaginario frenesí, y se me agarraba más fuerte todavía. Mirando tras mi cabeza, vio a los chavales y se incorporó, mientras yo trataba de recuperar algún retal de mi malograda falda que me permitiera cubrir la retaguardia expuesta. Aquellos adolescentes no tenían intención alguna de detener la fiesta.

 
Sonó un trueno. Se conoce que algún santo me hacía el favor de desencadenar por fin la tormenta, y di gracias por ello, aunque tuviera el paraguas en el coche y la falda rota. Pero no. ¡Cómo iba a ser un trueno! ¡Era un pedo! Partiéndose de risa, mi galán contemplaba a unos desconcertados chicos  a los que había borrado la risa de golpe. No era broma: Damián se había peído como un bisonte. Y  se pitorreaba. Uno de ellos se lo tomó mal, y se nos acercó de  malas maneras, retando a mi Dami a partirse con él la cara. Por fortuna, sus amigos lo frenaron, y decidieron marcharse.
 

Aquello, lejos ya de parecerme divertido, me provocó  la reacción contraria; yo ya no me encontraba cómoda. Poco o nada estaba saliendo como hubiera querido. Desazonada, rompí  a llorar.
 

-Se me ha roto la falda, Damián. Por favor, quiero irme a casa.

-Perdóname – se disculpó- apesadumbrado. Entiendes por qué no he vuelto a tener pareja, ¿verdad? A veces me paso mucho.

Me ayudó a levantarme y me giró sabiamente la falda para que el descosido quedara en un lateral. Me agarró de la cintura y, cariñoso y callado, me acompañó hasta el parking, y  se empeñó en pagar. Me daba cierta lástima. Él pensaba que teníamos ya la confianza suficiente para aguantarnos todo tipo de bromas y afrontar con descaro y humor toda clase de situaciones por absurdas o violentas que fueran, y yo le estaba decepcionando sobremanera. Tanto, como él a mí. Con medio siglo cumplido, más cerca ya de los sesenta que de los cincuenta, pensé que éramos demasiado mayores para según qué espectáculos, y que todo tenía un límite.

Comenzaba a caer la noche y me propuso buscar un hotel para quedarse allí. Le dije que tenía habitaciones vacías en casa, y que me gustaría que viniera, ya que se lo había ofrecido. Durante el trayecto, se permitió encender la radio y sintonizó un programa de jazz que nos obsequió con un poco de paz para el camino.

Llegando a casa, le dejé en el salón y le pedí permiso para retirarme al dormitorio y ponerme una bata. Él me lo pidió a mí para abrir la maleta sobre un sofá y sacar un pijama. Antes de hacerlo, metí la bolsa con el conejo en la nevera, donde debía estar desde hacía horas. Ya me enfrentaría otro día al trance de tener que abrirla de nuevo.

- Si quieres, preparo una cena rápida.

- Me he quedado muy lleno con la fabada, pero si quieres… no es mala idea, y así nos relajamos un poco – me sonrió, no sin cierto apuro todavía.

Yo también estaba empachada, con el agravante de que él había liberado presiones  post-fabada en mitad del Parque del Retiro, pero yo aún no.

No cerré del todo la puerta del dormitorio, tenía la confianza y certeza de que, después de lo ocurrido, Damián había abandonado ya la idea de seducirme. A través de la apertura, lo miré. Estaba desnudo, y con cuidado buscaba su pijama en los rincones de su maleta. No sabría explicarlo, pero en ese instante lo deseé como lo había deseado en mis fantasías. Pasando  de ponerme la bata, salí de la habitación y me acerqué hasta él. Mi conjunto de encaje cobró  vida ante sus ojos, y su mirada me habló, esta vez muy en serio, de sentimientos sinceros y nobles.

- Si quieres, no preparo nada.
 
Con la delicadeza que siempre esperé de él, me abarcó entre sus brazos de Yeti para besarme como los ángeles. Tal fue la fuerza de su  abrazo, que la fabada me acabó traicionando.

viernes, 16 de febrero de 2018

Mi niña agridulce

Mi niña agridulce se viste de blanco,
suave yogurcito de ácido fermento,
de ojos infinitos como el firmamento,
boca de bombón y corazón estanco. 
 
Mi niña agridulce de andar decidido,
se ve posesiva, se sabe entregada,
se alza exigente, se irrita y se enfada
si bien su dulzura me tiene rendido. 
 
Mi niña agridulce, -que cariño quiere-
me busca, pretende y reclama, mimosa
si no la respondo, su orgullo se hiere. 
 
Me ofrece su mirada más caprichosa,
y pide, melosa, que la considere,
mi niña agridulce de cara preciosa.

No digas nada


No digas nada...
Déjame mirarte, callado, sereno. Déjame gozarte la sonrisa, emborracharme en tus ojos, y déjame ver, hermoso mío, cómo el sol despierta el vello dorado y amelocotonado de tu espalda.
Paisaje inolvidable el de tu cuerpo. Campo de amapola y trigo, mar en calma, río salvaje. Déjame oler la flor de tu vientre, beber de tu néctar, saborearte. Y deja que me pierda en tu cabello, selvático, enredado y agreste, de plateado bejuco y siniestra sombra.
Déjame comer tu esencia, nutrirme de tu piel y carne, fagocitarte, déjame hacer de tu persona mi sustento, de tu amor, el alivio de mi hambre, de tu pasión, mi postre favorito.
Déjame expirar amándote, agonizar en tu nido, morir en ti, desvanecer en tu misma evanescencia.
Porque sólo siendo sueño, como tú, amado mío, podré seguir teniéndote, después de haberte perdido.

Besugo a la madrileña (a mi modo)


¡¡Vamos con un plato de mi tierra!!
Si, sí, pescado típico de Madrid. Suena raro, ¿verdad? Os preguntaréis dónde están el puerto y la lonja.
Bueno, os cuento en un par de líneas de dónde vienen recetas típicamente madrileñas como el besugo a la madrileña o los calamares a la romana.
Más o menos a mediados del siglo XVIII, se consiguió en Madrid el permiso y la construcción de un camino expreso para poder transportar a la capital pescados desde el norte.  Como los pueblos y provincias castellanas no tenían acceso tan directo, se empezó a poner de moda venir a comer pescado a los mesones de Madrid, el que podía permitirse un viajecito.
En ocasiones, los meseros se las veían mal para poder atender a tanta demanda, y se idearon entonces algunos platos “rápidos”, a fin de que la gente saliera servida pronto, y a ser posible, encantada. Y así nació el bocadillo de calamares, por ejemplo, que envolvían en papel de estraza y no requería ocupar una mesa. Y del mismo modo, el besugo a la madrileña, que tenía la ventaja de asarse en un cuarto de hora, y así no se hacía esperar apenas  a los hambrientos comensales.  Los besugos se sacaban del horno de leña, se partían y se iban llevando servidos a las mesas, por ración. El mesero “regaba” los platos con aceite de oliva frito con ajos, por encima. De este modo, si en algún momento tardaban un poco en servir a alguien, el aceite hirviendo calentaba de nuevo el plato, aparte de darle un gusto exquisito.
¿Vamos allá?
Bueno, yo he visto besugos “a la madrileña” hechos de varias maneras. Lo normal es una preparación sencilla, recordad que es un plato rápido. Hay quien asa patatas alrededor o a modo de cama. Yo no lo recomiendo, ya que la patata espesa el caldo, y “roba” sabor al pescado. Es mejor freír unas patatas mientras se asa el besugo, y después acompañarlo con ellas. Esta receta me la contó hace casi treinta años mi pescadero de confianza cuando yo vivía en el Madrid castizo. ÉL me explicó cómo hacerlo para que quedara jugoso y sabroso.
Ingredientes:
-Un besugo o dos, dependiendo del tamaño y los comensales. Yo he utilizado dos besugos de unos 900 gramos, y hemos comido tres personas.
-Una cebolla grande.
-Un tomate grande o dos pequeños
-Un limón y medio, y aparte, unas rodajas (esto es importante; el limón resalta el sabor del besugo)
-Un vaso de vino blanco
-Tres dientes de ajo
-Sal y aceite de oliva virgen (conviene que sea un aceite de sabor intenso)
-Perejil (aunque yo no le pongo, porque me gusta no camuflar mucho el sabor de este plato)
Elaboración

Untaremos con una brocha o un papel de cocina el fondo de una fuente de asar con un poco de aceite.

 

Cortaremos en juliana una cebolla y la dispondremos sobre ese fondo.

Pelamos el tomate y lo disponemos también, cortado en rodajas. Hay quien usa tomate frito; os aseguro que queda mejor así, ya que el ácido del tomate (que está en las semillas) contribuye a soltar la gelatina del besugo, que es lo que dará cuerpo y sabor a la salsa.


Con las manos untadas de aceite, untaremos también  los besugos. Lo normal cuando nos venden un besugo para horno, es que nos lo den entero. Mi pescadero gustaba de abrirlo a lo largo, a fin de que la espina también soltara jugo a la salsa. Se salan por dentro y por fuera, y se rocían con limón. El ácido del limón hace la misma labor que el ácido del tomate, extrae la gelatina del pescado. Por la parte de arriba se realizan unos cortes sobre el lomo y se introducen unas rodajas de limón (media rodaja en cada hendidura). Finalmente, se espolvorea a lo largo una línea de pan rallado, que con el asado se tostará y dará un bonito aspecto a nuestro pescado. Se echa en la fuente un vaso de vino. Se introduce en el horno, calentado a 170 grados.
 
El pescado se asará durante quince o veinte minutos. Después apagaremos el fuego, abriremos la puerta del horno durante dos minutos y la volveremos a cerrar. El calor residual que hay dentro del horno terminará de hacerlo, y no quedará seco. Mientras tanto podemos aprovechar para freír las patatas y poner la mesa.


Calentaremos en una pequeña sartén unas cucharadas de aceite de oliva, y en él freiremos unos dientes de ajo. En el momento de servir, volcaremos unos dientes de ajo con un poco de aceite de freírlos por encima de la ración. La acompañaremos de las verduras horneadas y de la deliciosa salsa.

 

 

jueves, 15 de febrero de 2018

Tengo frío

Tengo frío.
Abrígame al calor de tu memoria,
en las alas de tus sueños,
al estío,
en el deseo y  la euforia
de los instantes pequeños.
 
Tengo miedo
de promesas imprecisas,
de las historias pasadas
que no puedo,
por tu actitud indecisa,
dar por finalizadas.
 
Tengo hambre
de ti, y de tu energía,
de  tu querer persuasivo.
Vedegambre
que me envenenaría
de sentimiento nocivo.
 
Tengo hartura
de no poder abrazarte,
desolación y quebranto.
Y amargura
por no saber rechazarte
y por añorarte tanto.