domingo, 17 de abril de 2022

Rosquillas de anís

 

Salen aproximadamente 24 rosquillas. 

Ingredientes:

·         500 gramos harina de trigo (sustituible por 375 gramos de harina de arroz)

·         3 huevos medianos

·         100 gramos de azúcar

·         3 cucharadas soperas de anís

·         2 cucharadas soperas de anís en grano (matalaúva)

·         Ralladura de una naranja grande o de dos medianas

·         Medio vaso (100 ml) de aceite suave (semillas, girasol, oliva 0.4, etc)

·         2 cucharadas soperas de leche o de zumo de naranja (opcional)

·         10 gramos de levadura química. Si se usa harina leudante, no es necesaria.


Elaboración:

·         Batimos los huevos con el azúcar dos o tres minutos, hasta que vaya haciéndose una crema.

·         Añadimos el anís, el aceite, la leche o zumo, los granos de anís y la ralladura de naranja.

·         Después vamos añadiendo poco a poco la harina con la levadura, y vamos mezclando.

·         Cuando ya se vaya formando una bola y no podamos mezclar con las varillas (o con el tenedor), la volcamos sobre una superficie y seguimos amasando a mano, añadiendo la harina. Debe quedar algo pegajosa pero que sea fácil desprender los dedos.

·         La dejamos reposar tapada durante una hora.

·         Formamos pequeñas bolas y hacemos el agujero con el dedo, y vamos colocando las rosquillas en fila sobre una bandeja que habremos untado con algo de aceite.

·         A mí me gusta hacer un canutillo de masa entre las manos y unir los vértices; queda una rosquilla más “rústica” (como las hacían mis antepasadas).

·         Se fríen en abundante aceite que no esté demasiado caliente. Cuando se vea que se hinchan en la sartén, se les da la vuelta para que se frían por el otro lado.

·         Se sacan a escurrir y, aún calientes, se pasan por azúcar.


martes, 12 de abril de 2022

La higuera

 Una sobremesa cualquiera de verano, allá por finales de los setenta, doña Chon dormitaba su siesta a boca abierta en una enorme butaca de mimbre pintada de rojo bermellón.

La enorme higuera del jardín la separaba del Sol y mecía sus ramas sobre ella, abanicándola suavemente. En el regazo de la anciana, un transistor de larguísima antena (que entonces era el último grito en tecnología), retransmitía  la cabecera musical de la radionovela de moda, “Lucecita”, de la que doña Chon, al igual que la mayoría de la población femenina, jamás se perdía un solo capítulo. La melodía  tenía el cometido de despertarla de su sueño para que así fuera, y entonces ávida de melodrama subía el transistor para apoyarlo en su cuello y enterarse mejor.

Cerca de ella, sentada sobre suelo de azulejo cerámico antiguo, su nieta Irene pintarrajeaba con ceras de colores en grandes hojas de la misma higuera que  Anatolia,  la empleada doméstica e interna, se ocupaba de escoger previamente y lavar a conciencia para eliminar la capa pegajosa que las cubría. A la pequeña le encantaba dibujar ahí, y hojas había a miles en el árbol; no habrían de faltarle.

En compensación, doña Chon le permitía sentarse en una silla de enea (igualmente pintada de rojo) también bajo la higuera a escuchar el culebrón radiofónico durante la hora que duraba. Desde ese momento y hasta el final del capítulo, se olvidaban las jerarquías laborales y entraban ambas en un estado diríase que de profunda amargura y aflicción, embebidas por las múltiples traiciones, amores y desamores de los protagonistas. De vez en cuando comentaban sobre el devenir del guion, como si aquellas vicisitudes les sucedieran de verdad a seres cercanos. La higuera parecía agitar sus ramas más rápido en los momentos álgidos del drama, quien sabe si con la intención de aliviarles a ambas sendos sofocos emocionales con calmantes golpes de aire.

Irene se levantaba para enseñarles sus dibujos, acercándose ora a su abuela, ora a su niñera.

-Mira, Toli, una casita.

-¡Oh, qué bien pinta mi niña! ¿Qué son esas manchas, cielo mío?

-Vacas.

-¿Aquí hay vacas? Aquí solo hay ovejas, cariño.

-Es una casa de Asturias, Toli. Como la del tío Jesús. ¿No ves cuánta hierba hay?

-¡Irenita! – Le recriminaba su abuela, sonriendo -- ¡Deja a Anatolia que escuche la novela, anda! ¡Ay, esta pequeña, no para, eh?

-No se preocupe, señora Chon. A mí me encanta que la niña me enseñe sus dibujitos.

Irene se sentaba de nuevo sobre el suelo para continuar con sus obras de arte. Y así, cada tarde en la sobremesa, las tres se embarcaban en tan agradables rutinas, protegidas de un sol abrasador por la gran higuera del jardín.

 

sábado, 3 de julio de 2021

La banda sonora de nuestra vida

El padre de Noemí siempre fue muy directo con ella: “Debes prepararte mejor que tus compañeras porque eres mujer, negra y coja. Tienes más obstáculos”.

Quizá la cruda sinceridad de su padre le hiciera mella de verdad. Ignoro si también le diría a su pequeña cuántas cosas buenas y bonitas tenía, como aquellos ojos azules que nos tenían locas a sus amigas por el contraste con su achocolatada piel, o su sentido del humor insuperable.

Noemí pasaba los recreos sentada sobre su silla de ruedas en un rincón del patio del colegio. A veces se llevaba apuntes para estudiar, o escuchaba música en un pequeño transistor que se acercaba a la oreja. Le hacíamos breves visitas que nos servían también de descanso entre juegos y carreras, y siempre lo agradecía con ganas de reír y bromear.

Le teníamos un cariño especial, y no solo por su vulnerabilidad. Ella pasaba todo el año en el internado, salvo verano y Navidad, y en cierto modo nos consideraba su familia. Siendo recíproco el sentimiento, un día decidimos a escondidas reunir dinero para hacerle un regalo de cumpleaños entre todas. Consistía en un tocadiscos portátil infantil para discos de vinilo tipo “single” que parecía un bolso, equipado con una larga cinta ajustable para poder llevarlo en bandolera o sujetarlo al apoyabrazos de la silla.

Noemí celebró el regalo y nos comió a besos, pero no habíamos caído en un pequeño detalle: No había discos que meter. Acordamos que, cuando volviéramos el lunes siguiente después del fin de semana en casa, le llevaríamos discos para que pudiera estrenar su regalo.

En seguida se vio con una colección de más de cincuenta que guardó en una caja de madera que le dio Blas, el cocinero del colegio y, con mucho cariño, una monja le confeccionó un forro con tela guateada de flores.

El resultado fue que a veces nos olvidábamos de jugar durante el recreo, sobre todo si hacía frío, y nos gustaba más quedarnos junto a Noemí a escuchar los discos que más nos gustaban.

Yo le había llevado uno, canción original de mi serie televisiva favorita , “Pippi Calzaslargas”, con el que hicimos una divertida coreografía de baile, pero entre los que trajeron las compañeras, elegí algunas canciones que, posteriormente, he recordado como esenciales en la banda sonora de mi vida y las sigo escuchando con la misma emoción:

Sergio y Estíbaliz y su “Volver”, algunas canciones de José Luis Perales, Juan Bau y su “Estrella de David”, TODO lo que hubiera en la caja cantado por Nino Bravo, “La orilla blanca, la orilla negra” de Iva Zanicchi y una versión de “Los ojos de la española” que brillantemente interpretaba el trío Los Panchos.

No tendría espacio para enumerar la cantidad de canciones que ya entonces quedaron grabadas en mi alma, pero sí debo expresar el orgullo que siento cuando recuerdo cuánto pudimos ayudar a Noemí a llenar sus recreos sin juegos ni carreras. En una época como la actual donde seguramente habría sido presa de bullying por su discapacidad y raza, necesito recordar que hubo una vez en que los niños fueron nobles y generosos con el débil. Quizá necesitaríamos, indudablemente, más música.